Hermanas Walsh

domingo, 15 de marzo de 2009

(Pseudo)Autobiografía: antes de escribir




Nací en el oeste de Irlanda, en un pueblo llamado Limerick, en 1963. Vine al mundo con un mes de retraso, y suelo imaginar cómo podría haber sido mi vida si hubiese nacido cuando me correspondía y hubiese sido una dinámica y alegre Leo, en lugar de una perfeccionista Virgo. Nunca lo sabré.

Viví durante los años de mi infancia en un lugar idílico, lleno de niños que jugábamos por las calles. Entrábamos y salíamos de las casas y los jardines con libertad absoluta. Nos sentíamos seguros jugando en la calle, y nunca tuvimos la sensación de pasar ningún peligro. Mi padre solía venir a casa a la hora de comer, subido en su pequeño y ruidoso coche. El estruendo que armaba lo usábamos para saber que era la hora de comer. Eran tiempos muy inocentes, en los que considerábamos que la calle era parte de nuestro hogar.



Recuerdo mucho el salón de nuestra casa. Era una fabulosa habitación dividida en ambientes que sólo se usaba dos veces al año: para visitas realmente especiales y cuando iba el sacerdote. Todas las cosas importantes de nuestra casa ocurrieron en ese salón.

Mi dormitorio estaba pintado de amarillo, y recuerdo que leía los libros de Las torres de Malory y Las gemelas en Santa Clara de Enid Blyton en la cama. La mesa azul de formica de la cocina es otra cosa de la que guardo una viva memoria. Aún la conservaba mi madre hasta hace un par de años.

Nuestra escuela consistía en dos edificios, uno para niñas y otro para niños, con un espacio ajardinado en medio, tan grande que nunca nos llegamos a mezclar durante los recreos. Y entonces, cuando cumplí 11 años, me trajeron a Dublín. A la mayoría de los niños les hubiera parecido excitante cambiar de lugar, mudarse de sitio, pero yo lo encontré difícil porque era una niña muy sensible. De pequeña vivía constantemente con la ansiedad de hacer nuevos amigos.



Cuando terminé la escuela fui a la universidad. Era buena en Lengua, así que quise hacer periodismo, pero no obtuve plaza, así que tomé otro camino y conseguí el título de graduada en leyes, del que hice un buen uso yendo a Londres para trabajar de camarera. Tenía 20 años. Conseguí un piso en la planta 21 de un decrépito edificio. En realidad creo que no merecía algo mejor, como dejé dicho en mi libro Bajo el edredón.

Con el tiempo mejoré y me hice respetable, consiguiendo un trabajo en una oficina contable, donde trabajé (suelo utilizar el término oh‑qué‑aburrido) durante mucho, mucho, mucho tiempo. Creía que iba a estar allí para siempre, que iba a terminar como una anciana gruñona con cuarenta gatos y que los niños me tirarían piedras. De lo que ciertamente no tenía noción es de que iba a convertirme en escritora.

Durante esos años, mi baja autoestima (esa que me ha durado toda la vida), se fue tornando gradualmente en un problema con la bebida. Había empezado a los 14 años, cuando lo probé por casualidad en la escuela de danza. Cuando cumplí los 30 llegué a un terrible punto crítico. Me levantaba todas las mañanas odiándome. Después de un intento de suicidio, fui lo suficientemente afortunada como para entrar en rehabilitación. (¡Tened en cuenta que yo no me sentía afortunada en aquel momento! Yo creía que mi vida se había acabado.) Sin embargo, fui una de las agraciadas y, desde entonces, he logrado permanecer sobria y —más importante— ser feliz con ello.

No renuncio a mi pasado. Mi pasado es mi posesión más preciosa y nunca lo olvidaré.

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